Hace unos días visitamos las dependencias de una de nuestras corresponsales más asiduas, la señora M. G. V, en su domicilio de Canary Court, recientemente sometido a una completa remodelación. Uno de los objetivos de esos trabajos de reforma era acomodar la biblioteca de la propietaria en un espacio cada vez más reducido por los imperativos de la vida doméstica.
Con el hábil concurso de un eficaz carpintero, nuestra amiga ha conseguido reubicar su colección de narrativa en una funcional estantería que ocupa los 3,5 x 2,25 metros del lienzo de pared. En sus baldas destaca singularmente, por amplitud, disposición y buen gusto en la elección de los títulos, el espacio dedicado a la prosa inglesa del XIX.
Por otra parte, la dueña de la casa ha reorganizado también la biblioteca de sus tres vástagos, en la que alegremente conviven las modernas creaciones del género con ejemplares que se remontan a su propia infancia. Entre estos últimos, la amable anfitriona llama nuestra atención sobre una obra para nosotros desconocida de la Premio Nobel Pearl S. Buck, Un día feliz. De este su libro favorito a los siete años, nuestra amiga escoge esta cita:
—Estos loros han sido amaestrados para que no se alejen. [...] Pueden volar unos metros, pero si se alejan demasiado, la cadena, que ha sido fijada a una rama, les recuerda que no deben marcharse.
—Ya. Están bajo control —dijo Juana. Y añadió—: No me importaría ser como ellos con tal de vivir en este hermoso parque.
El señor Nishima sonrió.
—Las personas tenemos otros medios de control que no son cadenas.
—¿Incluso usted? —preguntó Juana asombrada.
—¡Claro que sí, incluso yo! —respondió el anciano en un tono ligeramente melancólico—. Tampoco yo puedo hacer todo lo que quiero. Si deseo encontrarme bien, he de obedecer a mi médico. Si pretendo que mis hijos me quieran y me respeten, debo demostrar que soy un buen padre. Y también un buen abuelo. También yo llevo mis cadenitas, aunque éstas sean invisibles.
—¿Y no le gustaría romperlas y huir? —le interrogó Juana en voz baja.
—No, he aprendido a controlarme y soy feliz así.
Juana comprendió la gravedad de sus palabras. Cuando ella fuera mayor, ¿actuaría igual que el señor Nishima? ¿Su madre era también como él? Aquella noche, al acostarse, se lo preguntaría. Le diría: «¿Tú llevas cadenitas, mamá? ¿Las notas?».
En la imagen, la nueva librería de la señora M. G. V. Se observan, entre otros libros, varios ejemplares dignos de mención en una posición prominente: La hija de Robert Poste, de Stella Gibbons; La vida resguardada, de Ellen Glasgow; Las torres de Barchester, del señor Trollope, y Frankenstein, de la señorita Mary Shelley.
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